miércoles, 17 de marzo de 2010

Los niños del amor

El crepúsculo era la hora del día que más amaba Pedrito. Después de almorzar junto a la señorita Emilia, que le enseñaba el francés, se escabullía con Gilberto, el niño de los de al lado, a caminar por el borde del puente a ver si se caen de ahí y quién sabe qué. Llegaban pasadas las nueve mojados y sucios clamando comida los pobrecitos, y se querían.
Los fines de semana inventaban excursiones, se perdían entre los arbustos inventando mundos desconocidos para todos los que no pertenecíamos a la sociedad Pedro – Gibertico. Y eran dos, para arriba y para abajo eran dos, inseparables como el día y el sol.
Me dormí una noche, que se cambiaron las camisas, y el padre de Pedro le dio una buena, pero sólo sabía Pedrito, que el niño Gilberto se iba para uno de esos países en los que se aprende mucho y se regresa siendo un señor. Desperté al día siguiente, tarde, un poco confundida, y el niño Pedrito, se pasaba el día en el piano, apagado y famélico, escondiéndose de las mujeres que venían a visitarlo, a querer casarse con el hijo de Alfonso Franco. Años atrás había que apagarle la sonrisa con un pellizco y metiéndole las papas en la boca mientras se le desnudaba para echarle un tobo de agua helada, ahora, las papas se pudren con las lágrimas del niño, que no le quedan ganas de correr al puente, ni de sonreírle al mundo, y el agua se espanta ante la presencia del apuesto joven que ahora se baña solo. Vino Fernanda, se quedó a tomar el té, contemplando a mi Pedrito, con los ojos de niña y el vestido de mujer, y los crespos muy peinados en su cabeza amarilla, pobre niña, pobre Pedro, que no puede ni mirar al angelito que espera una mirada, un suspiro, una picadita de ojos. Nada, el Pedro nada que mira, el piano es ahora su crepúsculo.
Cae la noche, y el señor Franco llega puntual del banco, mira al Pedro, se toca la cabeza y grita algo contra la naturaleza del hijo que le tocó, escupe y maldice y rompe algún florero triste, colocado en mal lugar, en mal momento.
Pero Pedro ni se inmuta, ya no se puede mover, el amor, en su forma más cruel, se le metió por la boca el día que me dormí, y nunca lo abandonó.
Y si regresara Gilberto, hecho un hombre, aprendido sabio y buenmozo, bien vestido y perfumado, con sus ojos redondos y azules, casi del color del río y el puente donde el amor se les metió, por todos los agujeros de sus cuerpecitos inocentes. Todos saben que jamás regresará, y si lo hiciera, sería un hombre sin amor, sin sueños encontrados, sin inocencia. Sin nada.
Esa mañana, Pedrito no desayunó, porque la Fernanda con sus crespos lo sacó a empujones a mi pobre muchachito para la feria del pueblo, yo le pasé la camisa azul de botones y un peine a ver si se acomodaba, total que salió disparado por la puerta detrás de la nena que se pavoneaba de tenerlo al brazo, como quien exhibe su mejor vestido. No supe nada del niño hasta que el sol se puso. El señor Franco llegó antes de lo normal, corriendo y dando tumbos, pronunciando palabras ininteligibles entre trompicones, que si Pedro, que Fernanda, que el señor Cedros.
Inmediatamente entendí, corrí hacia la puerta tras un súbito llamado del timbre, y del otro lado estaba el señor Cedros. Detrás del señor Cedros estaba el hijo. Un señorito demasiado corpulento para el tamaño, con los ojos caídos de tanto leer, y los cabellos más elaborados que los de la Fernanda. Era una imagen digna de admirar. Pedro llegó, sin la niña y pasó de largo, no pareció haber reconocido a su invitado. Se desnudó y se sentó al piano, el padre lo llamó, dos, tres veces. Sólo hasta que la alfombra del piano cambió de color, advirtieron que Pedrito ya no estaba, se había marchado al lugar donde su amor no tuvo fin, donde el hijo del señor Cedros no era un muñeco sabio con muchos crespos, sino el niño Gilberto con quien corría por el borde del puente al crepúsculo.
Nadie lloró, era un muchacho cobarde y trastornado, decían. Y detrás de la puerta había un niño, los ojos caídos, casi no se abrían de tanto haber llorado, y los cabellos despeinados acentuaban sus facciones, aun de niño, y los libros se le salían por la cabeza y por los dedos de los pies. El corazón lo tenía en la boca, o en los ojos, o en las manos. El amor se le había metido, por algún agujero del cuerpecito.

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