lunes, 3 de mayo de 2010

La predicción

- ¡Mátale! –
Era una orden. No había opción, el oráculo había sido muy claro al predecir el futuro del hijo que estaba esperando la reina. Había tenido cinco abortos naturales en sus cortos dieciocho años, y anhelaba tanto la criatura que se había formado en su vientre, que no podía aceptar de ninguna manera que se lo arrancaran de los brazos.
Había crecido idolatrando a Atenea más que a ningún otro dios, aunque orando a todos por igual. Su matrimonio, planeado desde antes de su nacimiento, estaba lleno de insolencias por parte de su marido, el Rey Guido, quien con treinta años más que ella, tenía una vida pagana, colmada de vino y mujeres, de fiestas y placeres.
Ser reina no era nada fácil, desde los catorce años, había sido ultrajada por Guido, estando en su estado más despreciable de alcoholismo, provocando una y otra vez las muertes de sus cinco frutos anteriores. Pero esta vez sería diferente. El niño tenía una fuerza increíble para aferrarse a un vientre destruido y maltratado, y cada vez que su padre intervenía en su estado de calma, subía por encima del estómago hasta meterse entre los pulmones y respirar más oxigeno que su madre mientras el huracán abatía. Así, ocho largos meses mantuvo el corazón latiendo, cada vez con más energía y más ansias de salir a conocer el mundo. Pero la curiosidad pudo más que la paciencia y el oráculo respondió las preguntas, prediciendo el horror y la muerte para el nacimiento del varón.
La noche antes del nacimiento, el Rey mandó a los criados que no dejasen vivo el fruto que llegaría al mundo, pero la dama de la Reina se compadeció de la mirada vacía de la señora adolorida y debilitada, que intercambió al pequeño por una recién nacida hija de otra criada en el castillo, evitando el disgusto del Rey ante la profecía de un primogénito.
El secreto era conocido, sólo por los padres de la pequeña princesa, que sin tener la gracia de su madre, era una ávida aprendiz y muy buena de corazón, y la dama de la Reina, que cuidaba muy de cerca al hijo maldito de los reyes, criado en el mismo castillo, escondiendo tras una capa de suciedad y pobreza, una belleza sin límites y un corazón ingenuo.
Dieciocho primaveras transcurrieron desde el nacimiento de Lucía, y Guido, aún no encontraba quien tomara la mano de la princesa por esposa y tomara el reino. Nadie estaba dispuesto a gobernar un reino tan grande, y combatir contra Guido, para tomar el trono, y la ausencia de belleza de su hija, era un motivo más para la indiferencia de los posibles pretendientes.
Mientras tanto, el criado había aprendido a hacer todas las labores en el castillo, a montar en caballo, hasta conducía el carruaje de los reyes. Había intercambiado dos o tres veces miradas con la princesa, interesándose en la timidez e inferioridad que ésta irradiaba.
Decidió mantenerse al margen mucho tiempo, pero la princesa había descubierto los maravillosos ojos azules detrás de los mechones rubios, llenos de tierra, y bajaba a la cocina con algún pretexto para encontrarse con aquel muchacho de increíbles dimensiones y extraña mirada.
- ¿Qué haces aquí, Lucía? – preguntó su madre, que la había seguido, tras varias veces de verla escabulléndose a la cocina. – Este no es lugar para la princesa, querida.
- Cierto es – afirmó una melodiosa voz de hombre que había llegado justo después de la Reina. Fue tal la sorpresa de la niña que un escalofrío recorrió todo su cuerpo, siendo advertido por los presentes en la cocina.
No aguantando más, la princesa decidió entregarse sin miramientos al apuesto hombre sin siquiera saber su nombre y su origen, por las noches lo buscaba en su harapienta habitación, lo sacaba de los brazos de su madre para llevarlo a la cocina y ordenarle que la hiciera suya sin derecho a reclamos.
La Reina, no podía ocultar su miedo ante aquella situación, aunque tampoco negaba el atractivo impresionante de aquel hombre que tomaba a su hija por las noches.
Una tarde, en que la princesa montaba a caballo con su padre, ella bajó en silencio hasta la cocina, con mas curiosidad que miedo, y lo encontró, semi desnudo, bañado en sudor, e insoportablemente seductor para poder conversar con él. Se abalanzó sobre él incontrolablemente. Sometiéndose a una riesgosa relación que compartía con su hija, y con toda mujer que llegase a ver los ojos de aquel hombre.
- ¡Mátale!
Fueron las últimas palabras que oyó la Reina salir de los labios de su adorada hija, cuando fue descubierta en los brazos de un hombre que confesó no haber visto nunca. La furia que invadía su cuerpo era insoportable, no hallaba como calmar su bestial ánimo.
Después de la ejecución, bajó como una fiera al cuarto de su amante y arrancándole un pedazo de la remendada ropa que traía lo amenazó de muerte si volvía a probar carne de mujer. Armó un escándalo que despertó a todo el castillo, incluido el Rey, que ya pasado de años, irrumpió en la habitación, tras escuchar toda la conversación. Se sintió desfallecer, al ver el rostro del hombre que había sido amante de su esposa y de su hija, y reconoció su sangre en las venas de aquel. Comprendió todo en cuestión de segundos y la película pasó ante sus ojos, antes de tomar cualquier cosa que tuviera en las manos y enterrarla súbitamente en el corazón del primogénito.
Al instante, y con un grito desgarrador, sintió en su pecho el filo mortal del puñal en la mano de la niña, que nunca había sido su hija.
Nunca hubo paz para aquel pueblo maldito, la nueva reina, cargada de odio, nunca permitió que se revelase la verdad de su origen, y maltrató y dañó, hasta que fue muerta envenenada, por uno de sus amantes.
- ¡Mátenla!

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